“Estábamos en el monte, los policías han venido y han matado a toditos”
Página/12 en Perú
Desde Ayacucho
Caminando lento, Valentín Rimachi se acerca a los pequeños ataúdes blancos alineados en la plaza del pueblito de Oronccoy, de casas de adobe y calles de tierra en la región peruana de Ayacucho en Los Andes. Tiene los años y el dolor marcados en el rostro. Ya no recuerda su edad. Lo que no olvida es el día que los militares llegaron y mataron a su esposa y seis hijos, el menor de apenas dos meses.
El viudo observa en silencio a los especialistas forenses sacar fragmentos óseos de bolsas marcadas con nombres para colocarlos cuidadosamente en los ataúdes que corresponden. Con los ojos vidriosos, hablando en quechua, traducido por un joven de la comunidad, le cuenta a Página/12 que se salvó de morir el día que asesinaron a su familia porque había salido de su casa poco antes de que llegaran los militares. Después de cuarenta años, va a recibir los restos de su esposa y su hijo menor. Ahora podrá velarlos y enterrarlos. Espera también poder enterrar algún día a sus otros hijos.
Los restos recuperados de 31 víctimas asesinadas durante el conflicto armado entre el Estado peruano y el grupo maoísta Sendero Luminoso desde 1980 a mediados de los ´90, fueron entregados a sus familiares en Oronccoy. De esas 31 víctimas, 22 eran niños –diez de ellos menores de cinco años–, evidencia de la brutalidad con la que se atacó a la población. Oronccoy es una apartada comunidad campesina entre los cerros a 3394 m.s.n.m en el epicentro de lo que fue el conflicto armado interno.
La llegada de Sendero Luminoso
Los senderistas llegaron a la comunidad a inicios de los años ´80 y obligaron a sus pobladores a respaldarlos: los que se negaban eran asesinados. Las fuerzas de seguridad también vinieron y marcaron a sus habitantes como senderistas. En sus incursiones se repetían las golpizas, violaciones, asesinatos, matanzas colectivas. La población se vio atrapada entre dos fuegos y la comunidad quedó despoblada.
Cuando terminó el conflicto, algunos regresaron. En 1980 la comunidad tenía unos 500 habitantes. Hoy son poco más 200. El registro oficial de víctimas durante el conflicto identificó que 189 pobladores de Oronccoy fueron asesinados, de los cuales 71 eran niños y adolescentes y 94 mujeres. El informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) emitido en 2003, señala que este conflicto dejó en el país 69 mil muertos. Entre ellos hay 22 mil considerados desaparecidos, de los cuales hasta ahora se han encontrado los restos de tres mil. El 75 por ciento de las víctimas fueron pobladores indígenas de las zonas andinas, como los habitantes de Oronccoy.
La ceremonia
La comunidad está reunida frente a la plaza para la entrega de los restos de las 31 víctimas. Ha sido una larga y dolorosa espera. Cirilo Ccorahua habla en nombre de los familiares de los muertos, y la voz se le quiebra: “Después de tantos años se ha podido recuperar los restos. La muerte que recibieron nuestros seres queridos fue tan cruel, nos afectó profundamente”.
Cirilo estaba en Lima cuando los militares mataron a su madre, sus tres hermanos y dos sobrinos. Y le cuenta a este diario que buscó información sobre ellos preguntando a sobrevivientes desplazados, pero por temor no regresó a Oronccoy. Lo hizo 40 años más tarde para recibir los restos de su madre. “Los restos de mi madre están aquí y le voy a poder dar sepultura. Estoy muy herido con lo que ha pasado, pero al poder enterrar a mi madre me siento más tranquilo. Falta encontrar a mis tres hermanos, seguiré buscando”.
Foto: Carlos Noriega
Las historias de Fidelia y Ana
Fidelia Orihuela tenía 21 años y estaba embarazada de su tercer hijo cuando las fuerzas de seguridad mataron a su esposo, sus hijas de dos y cinco años, su padre, su madre y su suegra. Ella huyó de Oronccoy a la selva. Retornó para enterrar a sus hijas y su suegra. “Estábamos en el monte, los policías han venido y han matado a toditos. Mi suegra estaba cargando a mi hijita menor, les han disparado. A mi otra hijita también la mataron. Me escapé de ahí corriendo, pero a toda la gente la han matado”, recuerda Fidelia, mientras las lágrimas bajan por su rostro.
Cuando los militares mataron al padre de Ana Huamán, ella tenía cuatro años. Ana y su familia habían dejado el pueblo obligados por Sendero. Vivían en una pequeña cueva. Con el dolor expresado en un llanto que acompaña todo su relato, recuerda el día que los militares asesinaron a su padre. Ya habían ocurrido varias matanzas, los pobladores sabían lo que podía pasar cuando aparecían los militares. “Una mañana muy temprano llegaron los militares por el cerro gritando. Se fugó para abajo mi papá. Cuando corrió, granada le han lanzado. Yo corrí detrás suyo gritando ‘papá, papá’. Mi mamá me agarró de mi mano y me tapó la cara con su falda para que no vea. Recordar es triste. Cuando no conoces a tu padre, no sientes su cariño, es difícil. Cuando me dejó mi papá hemos sufrido duro”.
Foto: Carlos Noriega
El anciano Justiniano Rivas
Ya anciano, Justiniano Rivas se inclina con dificultad para prender unas velas en el piso de tierra de la capilla. Sobre unas mesas plegables han colocado los ataúdes para ser velados por la comunidad. Los militares asesinaron a su esposa y cuatro hijos. Para velarlos y enterrarlos, lo acompañan su segunda esposa y los seis hijos que ha tenido con ella. No quiere recordar ese duro pasado. Su hijo Ismael dice que poder enterrarlos y saber dónde están, alivia en algo el dolor. “Nos sentimos tristes, pero también un poco alegres de tenerlos acá. Hemos visto con nuestros propios ojos lo que han armado sus huesitos que nos han entregado. Siquiera velitas les podemos poner ahora”. Ismael no conoció a sus hermanos, no hay fotos de ellos, pero ahora los puede ver en los retratos dibujados de las víctimas que les han entregado.
“Retratos de Memoria”
La entrega de esos dibujos es parte del proyecto “Retratos de Memoria”. La gran mayoría no tiene fotos de sus familiares asesinados. Para llenar esa ausencia se creó este proyecto, que ya ha entregado más de un centenar de estos retratos en distintas comunidades. Los dibuja Jesús Cossio, uno de los tres impulsores de este proyecto. Perfila los rostros con las descripciones que hacen quienes conocieron a las víctimas, tomando los rasgos de familiares que se les parecen y en algunos casos, usando una vieja foto deteriorada.
“Retratos de Memoria es un proyecto de reivindicación, de reparación, para tratar de cerrar dentro de lo que se pueda, el duelo por los desaparecidos por la violencia. El momento de entrega de los retratos es muy especial, emotivo”, señala Cossio.
Los ojos de Simeón Ccorahua, que pasa los 60 años, se llenan de lágrimas cuando ve los retratos dibujados que le han entregado. Los militares asesinaron a su madre y sus cuatro hermanos, encontrados en una fosa común. “Parece que estuviera viendo a mi familia. Voy a estar contento al siquiera poder verlos ahora” dice, mirando los retratos. Con la voz entrecortada, relata el crimen: “Los militares los metieron a una casa y los mataron, sesenta personas han matado ahí. Yo estaba en otro sitio, por eso me he salvado. Me siento muy triste, de mí ya no hay más familia, a todos los mataron”.
El proyecto “Retratos de Memoria” es apoyado por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) que acompaña y respalda a las familias en el proceso de búsqueda, restitución y entierro de los desaparecidos. “Esto les permite a los familiares obtener un retrato de las víctimas. Los familiares pueden así tener físicamente un retrato que los va acompañar, al que pueden ponerle flores, una velita, tienen dónde llorarles. Nuestro interés es asegurar que los familiares participen en este proceso de búsqueda de los desaparecidos desde el inicio hasta el final con la entrega del cuerpo y un entierro digno. En esto trabajamos con otras organizaciones de la sociedad civil e instituciones del Estado”, señala Ángel Porras, representante del Área de Personas Desaparecidas y sus Familiares del CICR Ayacucho.
El velorio
Cae la noche y los 31 pequeños ataúdes son velados en una sala comunal de adobe usada como capilla. Les ponen flores y a aquellos que resguardan restos de un niño –la mayoría– les colocan muñecos encima. Decenas de velas arden en el piso de tierra. El frío golpea fuerte, pero el lugar está lleno y afuera también hay gente. En el ambiente hay mucho silencio, lágrimas y hacen un responso en quechua.
Foto: Jesús Moya / CICR
El entierro
A la mañana siguiente del velorio colectivo, bajo el punzante sol andino, los familiares llevan los ataúdes a la plaza para un homenaje final. Luego los suben a camionetas, uno encima del otro, y arrancan hacia las afueras del pueblo rumbo al cementerio. Antes se detienen en un terreno descampado y colocan los ataúdes en el suelo, alineados. Hay rezos en voz alta.
Una mujer reparte hojas de coca y cargan los cajones a cuestas para comenzar a subir al cerro. Cada cajón –miden un metro de largo– es llevado al hombro por una persona en una larga fila. Todos caminan lento, como promesantes hasta el cementerio. El dolor se entremezcla con sensaciones de alivio y tranquilidad por poder enterrar a las víctimas que estuvieron cuatro décadas desaparecidas. Rezos y canciones en quechua los despiden.